PÁRMENO.- Señor, iba a la plaza y traíale de comer, y acompañábala, suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios; conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primero oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas de estas sirvientes entraban en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras, y otras muchas cosas. Ninguna venía sin torrezno, trigo, harina o jarro de vino, y de las otras provisiones que podían a sus amas hurtar; y aun otros hurtillos de más cualidad allí se encubrían. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A éstos vendía ella aquella sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometía. Subió su hecho a más, que por medio de aquéllas comunicaba con las más encerradas hasta traer a ejecución su propósito. Y aquéstas, en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas
-B [Iv]- devociones, muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas hombres descalzos, contritos y rebozados, desatacados, que entraban allí a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traía! Hacíase física de niños, tomaba estambre de unas casas, dábalo a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas, «¡Madre acá!», las otras, «¡Madre acullá!», «¡Cata la vieja!», «¡Ya viene el ama!»; de todos muy conocida. Con todos esos afanes nunca pasaba sin misa ni vísperas, ni dejaba monasterios de frailes ni de monjas; esto porque allí hacía ella sus aleluyas y conciertos. Y en su casa hacía perfumes, falsaba estoraques, menjuí, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil facciones. Hacía solimán, afeite cocido, [...] Hacía lejías para enrubiar, de sarmientos, de carrasca, de centeno, de marrubios, con salitre, con alumbre y milifolia y otras diversas cosas. [...] Los aceites que sacaba para el rostro no es cosa de creer: de estoraque y de jazmín, de limón, de pepitas, de violetas, [...] y un poquillo de bálsamo tenía ella en una redomilla que guardaba para aquel rascuño que tenía por las narices. Esto de los virgos, unos hacía de vejiga y otros curaba de punto. Tenía en un tabladillo, en una cajuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados, y colgadas allí raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. Hacía con esto maravillas que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.