Recordamos a Miguel Delibes (1920 - 2010) en el centenario de su nacimiento. Lee alguna de sus obras más representativas:
"La sombra del ciprés es alargada", "El príncipe destronado", "La guerra de papá", "Cinco horas con Mario", "La hoja roja", "El camino", "Las ratas", "El disputado voto del señor Cayo", "Los santos inocentes", "Viejas historias de Castilla La Vieja", "El hereje". Si por lo que sea no puedes comprarla, puedes leer alguna de ellas en
Libros charlatanes.
Algunos actos conmemorativos los encontrarás en la Fundación Miguel Delibes
En este blog hablamos de él hace años y propusimos una ficha resumen de su vida y su obra. Búscala en su etiqueta (Delibes)
Un fragmento de "Las ratas":
"Junto al abuelo Román, el Nini aprendió a conocer las liebres;
aprendió que la liebre levanta larga o se amona entre los terrones; que en los
días de lluvia rehúye las cepas y los pimpollos; que si sopla norte, se
acuesta al sur del monte o del majuelo y, si sur, al norte; que en las soleadas
mañanas de noviembre busca la amorosa abrigada de las laderas. Aprendió a
distinguir la liebre de los bajos - parda como la tierra de la cuenca -, de la
del monte - roja como la tierra del monte - . Aprendió que la liebre ve lo
mismo de día que de noche e incluso cuando duerme; aprendió a distinguir el
sabor de la liebre cazada a escopeta, del de la cazada a golpes y del de la
cazada a galgo, un si es no es incisivo u ácido a causa de la carrera.
Aprendió, en fin, a descubrirlas en la cama con la misma rotundidad que si se
trata de un cuervo, y a definir, en el espeso silencio de la noche, su llamada
áspera y gutural.
Pero también aprendió el niño, junto al abuelo Román, a intuir la vida
en torno. En el pueblo, las gentes maldecían de la soledad y ante los nublados,
la sequía o la helada negra, blasfemaban y decían: "No se puede vivir en
este desierto". El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un
desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de
seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos.
Unas huellas, unos cortes, unos excrementos una pluma en el suelo le
sugerían, si más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el
alcaraván.
Pero una vez - para Santa Escolástica haría dos años -, el abuelo
Román se rapó las barbas y enfermó. A la abuela Iluminada, que le velaba cada
noche en la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin
descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida. La abuela Iluminada hacía
cada año la matanza para los pudientes de los alrededores y ella se vanagloriaba
de que ningún cerdo gruñó más de tres veces después de asestarle el golpe de
gracia y de que nunca, en su larga vida, hizo mierda al sajar la membrana del
animal.
Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo
Román había muerto también y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la
Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar
al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río.
El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles
tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo.
Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en
conserva. La señora Clo, la del Estanco, al comentar la serena pasividad del
cadáver, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la
espantaba.
Cuando el Nini y el tío Ratero regresaron del
camposanto, el abuelo Abundio se había largado ya, nadie sabía dónde, con sus
navajas y sus tijeras de podador."